jueves, 28 de julio de 2011

El sabor de la traición

Amargo. En algún momento de nuestra vida nos hemos sentido traicionados por alguien. Alguien a quien teníamos un gran aprecio, y a quien considerábamos amigo nuestro. Cómo pudo pasar...
Hay cosas que no tienen sentido. He intentado buscárselo, el sentido, pero todavía no lo he encontrado. Aun cuando ha pasado más de un mes, vuelvo a leer sus palabras escritas en un mísero mensaje y me produce una tremenda punzada de dolor en el pecho. Ese alguien era para mí un gran modelo a seguir, un profesional de lo que ocupa parte de mi mundo, mi sueño de ser periodista. Esta persona me enseñó más sobre práctica radiofónica que cualquier profesor, y con él aprendí no sólo esta práctica, sino que consiguió que la vergüenza y la timidez que pudiera tener se viera amenazada por la confianza en mí misma. 'Sonríe siempre', me decía. Cómo seguir ahora su consejo...
Si ya no está. Si quedé tirada en la cuneta cual animal que deja de tener familia en verano. En mi cabeza se repiten los argumentos, un hombre, una chica... Ni uno más, y, por supuesto, ningún sentimiento más que el de admiración y cariño. La teoría de un querido profesor y amigo se cumple: 'Hay personas que considera que toda relación chico-chica, haya la diferencia de edad que haya, tiene cariz sexual. Todavía más si esa relación supone también relación discipular. Y, lo siento, esto es de género, todavía más si la relación es maestro/discípula.' La pregunta de si realmente sus palabras de olvido brotaban desde su más sincero deseo rondan todavía hoy por mi mente. Es el ardor de la mentira lo que ahora me quema, pues durante el año en Barcelona recibí toda una sarta de excusas baratas, que tanto me contentaban, pues mi admiración hacia esta persona permanecía intacta. Fruto del engaño es ahora el odio contenido, pues hasta la luna de hoy, pocos son los que conocen este hecho. Porque todavía no quiero creerlo, no puedo creerlo.

miércoles, 20 de julio de 2011

Burbujitas

De niños creemos en las buenas y malas intenciones, sabemos que los papás nos enseñan siempre a no portarnos mal, y nos castigan si decidimos no hacerles caso. Cuando era pequeña yo sabía que si le quitaba a mi amigo el juguete tanto él como yo acabaríamos con una regañina. Él por perder su objeto de disfrute, yo por ganarme una regañina de la mamá. Sin embargo, mi conducta no pretendía causarle daño a él, sino obtener lo que en ese momento me iba a hacer feliz. Aprendes la lección, e intentas comprender a los demás niños que crees que sus padres les han enseñado como a ti y que, por tanto, podréis llevaros bien y jugar tan anchos. Esta empatía que aprendes te hace considerar que el mal comportamiento es inofensivo, sin malícia, inocente. Crecemos creyendo que nunca se cruzaría la ancha línea que separa al bien del mal. En cambio las cosas cambian cuando crecemos y nos encontramos, en algún momento de nuestras vidas, con personas que no tuvieron la suerte de aprehender lo que nuestros padres trataban de meternos en la cabeza. Tal vez carecieran de este pequeño gran matiz, o tal vez se trate de personas especiales. Hoy lo he visto en ella. Ella tiene cuatro añitos, es tremendamente feliz y felizmente cabezota. Trasmite una alegría con su entornada mirada y su balbuceo al hablar. Ríe aunque no te escuche y te escucha cuando ella quiere. Ella entiende que cuando se quede sin aire, con la cabeza dentro del agua y entre sus dos bracitos que sujetan el churro, ha de girar de ladito la cara y respirar. Y volver a hacer burbujitas y a agitar muy fuerte los pies. Te escucha, y cuando crees que está a punto de bordar el ejercicio, se da la vuelta y te lanza una carcajada. O se enfada, porque a ella no le apetece llevar churro, o porque quiere coger una pelota. Ríe y, a pesar de que trague agua, te mantiene su sonrisa. A veces intentas cabrearte con ella, pero es todo un reto. Es especial. Su capacidad para contagiarte la sonrisa, es mágico. Porque los niños sí creen -creíamos- en la magia.
Ella tiene cuatro años, su nombre es Leire... Y es autista.

sábado, 2 de julio de 2011

'Vacaciones Santillana'

Tan fácil como sentarse en el sofá y ponerse a escribir. Coger papel y boli, dejar por un tiempo esas teclas que te aprisionan diez meses al año, y dejar descansar la vista de pantallas luminosas para volver a tener la sensación de cuando tenías siete años. Cuando llegabas a casa con la mochila a la espalda, una mochila que, a pesar de su inmenso tamaño, guardaba tan sólo un par de libros de lengua, de conocimiento del medio o de cualquier otra materia que tan lejanas se nos han quedado. Tenías ganas de que llegase el verano, porque descansarías de dar esas clases que tan largas se te hacían, en las que cada minuto que pasaba se lo restabas al tiempo que quedaba para la hora del recreo. Ese recreo en el que los chicos jubaban al fútbol, las chicas intercambiaban cromos o hacían corrillos en los que a cada bocado del bocadillo le acompañaba el cotilleo de quién estaba por quién. Pero los chicos pasaban de esas cosas. Las niñas siempre nos fijábamos en los niños, ellos pasaban de nosotras. Cuánto cambian las cosas cuando te echas años encima.
Ahora recordamos con nostalgia esa época en la que nos vestíamos de formas que ahora nos parecen ridículas, pero que en aquellos años noventa y tantos no lo parecían. Recordamos ese verano de mañanas en la playa, en las que la mami desde la orilla peleaba contigo para que comieras el melocotón a eso de las 12 del medio día. Y ahora nos empecinamos en creer que nuestra vida emocional depende en gran parte de esa desconocida red virtual que nos conecta a todos y nos tiene cogidos no precisamente de las manos.
Aunque ahora se mantenga el escenario, las condiciones han cambiado. La playa pasa a ser más anhelada que ocupada, y el tiempo verdaderamente libre ya no abarca los tres meses de verano, sino los quince o treinta días de vacaciones laborales. Luego volvemos a la rutina de madrugar, de límite de horarios... De volver a teclear.